sábado, 9 de junio de 2012

SE ACABÓ LA RABIA

Por  Mario Benedetti
(Montevideanos, 1959)
 
      Aunque la pierna del hombre apenas se movía, Fido, debajo de la mesa, apreciaba grandemente esa caricia en los alrededores del hocico. Esto era casi tan agradable como recoger pedacitos de carne asada directamente de las manos del amo. Hacía ya dos años que, en contra de su vocación y de su contextura (patas gruesas y firmes, cogote robusto, orejas afiladas), Fido se había convertido en un perro de apartamento, condición que parecía avenirse mejor con los cuzcos afeminados, histéricos y meones, que desprestigiaban el segundo piso.
      Fido no pertenecía a una raza definida, pero era un animal disciplinado, consciente, que por lo general aplazaba sus necesidades hasta el mediodía, hora en que lo sacaban a la vereda para que efectuara su revista de árboles. Sabía, además, cómo aguantarse en dos patas hasta recibir la orden de descanso, traer el diario en la boca todas las mañanas, emitir un ladrido barítono cuando sonaba el timbre y servir de felpudo a su dueño y señor cuando éste volvía del trabajo. Pasaba la mayor parte del día echado en un rincón del comedor o sobre las baldosas del cuarto de baño, durmiendo o simplemente contemplando el verde sedante de la bañera.
      Por lo general, no molestaba. Cierto que no sentía un afecto especial hacia la mujer, mas como era ella quien se preocupaba de prepararle el sustento y de renovarle el agua, Fido hipócritamente le lamía las manos alguna vez al día, a fin de no perturbar servicios tan vitales. Su preferido era, naturalmente, el hombre, y cuando éste, después de almorzar, acariciaba la nuca o la cintura o los senos de la mujer, el perro se agitaba, celoso y receloso, en el rincón más sombrío del comedor.
      Los grandes momentos del día eran, sin duda: las dos comidas, el paseo diurético por la vereda, y especialmente, este solaz después de la cena, cuando el hombre y la mujer charlaban, distraídos, y él sentía junto al hocico el roce afectuoso de los pantalones de franela.
      Pero esta noche Fido estaba extrañamente inquieto. El golpeteo de la cola no era, como en otras sobremesas, una señal de mimo y reconocimiento, una treta habitual de perro viejo. En esta noche el pasado inmediato pesaba sobre él. Una serie de imágenes, bastante recientes, se habían acumulado en sus ojitos llorosos y experimentados. En primer término: el Otro. Sí, una tarde en que estaba solo en el apartamento, durmiendo su siesta frente a la bañera, la mujer llegó acompañada del Otro. Fido había ladrado sin timidez, se había comportado como un profeta. El tipo lo había llamado repetidas veces en un falsete cariñoso, pero a él no le gustaban ni aquellos cortantes pantalones negros ni el antipático olor del hombre. Dos o tres veces pudo dominarse y se acercó husmeando, pero al final se había retirado a su rincón del comedor, donde el olor de la frutera era más fuerte que el del intruso.
      Esa vez la mujer sólo había hablado con el Otro, aunque se había reído como nunca. Pero otro día en que ella estaba sola con Fido y apareció el tipo, se habían tomado de las manos y terminaron abrazándose. Después, aquella cara redonda, con bigote negro y ojos saltones, apareció cada vez con más frecuencia. Nunca pasaban al dormitorio, pero en el sofá hacían cosas que le traían a Fido violentas nostalgias de las perritas de cierta chacra en que transcurriera su cachorrez.
      Una tarde —quién sabe por qué— volvieron a notar su presencia. Desde el comienzo, Fido había comprendido que no debía acercarse, que los ladridos proféticos del primer día no podían repetirse. Por su propio bien, por la continuidad de los servicios vitales, por el ansiado paseo a la vereda. No lamía la mano de nadie, pero tampoco molestaba. Y, sin embargo, ellos habían advertido su presencia. En realidad, fue la mujer, y era natural, porque con el tipo no tenía nada en común. Acaso ella tuvo especial conciencia de que el perro existía, de que estaba presente, de que era un testigo, el único. Fido no tenía nada que reprocharle, mejor dicho, no sabía que tenía algo para reprocharle pero estaba allí, en el baño o en el comedor, mirando.
      Y bajo esa mirada húmeda, lagañosa, la mujer acabó por sentirse inquieta y no tardó en ser atrapada por un odio violento, insoportable.
      Naturalmente, poco de esto había llegado a Fido. Pero una cosa lo alcanzaba y era el rencor con que se le trataba, la desusada rabia con que se admitía su obligada vecindad.
      Y ahora que recibía la diaria cuota de afecto, ahora que sentía junto al hocico el roce y el olor preferidos, se sabía protegido y seguro. Pero, ¿y después? Su problema era un recuerdo, el más cercano. Hacía un día, dos, tres -un perro no rotula el pasado- el tipo había tenido que irse con apuro (¿por qué?) y había dejado olvidada la cigarrera, una cosa linda, dorada, muy dura, sobre la mesita del living.
      La mujer la había guardado, también con apuro (¿por qué?) bajo una cortina de la despensa. Y allí, no bien estuvo solo, fue a olfatearla Fido. Aquello tenía el olor desagradable del tipo, pero era dura, metálica, brillante, una cosa cómoda de lamer, de empujar, de hacer sonar contra las tablas del piso.
      La pierna del hombre no se movió más. Fido entendió que por hoy la fiesta había concluido. Perezosamente fue estirando las patas y se levantó. Lamió todavía un pedacito de tobillo que estaba al descubierto, entre el calcetín raído y el pantalón. Después se fue sin gruñir ni ladrar, con paso lento y reumático, a su rincón tranquilo.
      Pero sucedió entonces algo inesperado. La mujer entró al dormitorio y regresó en seguida. Ella y el hombre hablaron, al principio relativamente calmos, después a los gritos. De pronto la mujer se calló, descolgó el saco de la percha, se lo puso a los tirones y —sin que el hombre hiciera ningún ademán para impedirlo— salió a la calle, dando un portazo tan violento que el perro no tuvo más remedio que ladrar.
      El hombre quedó nervioso, concentrado. A Fido se le ocurrió que éste era el momento. Nada de venganza; en realidad, no sabía qué era. Pero el instinto le indicaba que éste era el momento.
      El hombre estaba tan ensimismado, que no advirtió en seguida que el perro le tiraba de los pantalones. Fido tuvo que recurrir a tres cortos ladridos. Su intención era clara y el hombre, después de vacilar, lo siguió con desgano. No fue muy lejos. Hasta la despensa. Cuando el perro apartó la cortina, el hombre sólo atinó a retroceder, después se agachó y recogió la cigarrera.
      En realidad, Fido no esperaba nada. Para él, su hallazgo no tenía demasiada importancia. De modo que cuando el hombre dio aquel bárbaro puñetazo contra la pared y se puso a gritar y a llorar como un cuzco del segundo piso, no pudo menos que, también él, retroceder asustado ante la conmoción que provocara. Se quedó silencioso, pegado al marco de la puerta, y desde allí observó cómo el hombre, con los dientes apretados, gritaba y gemía. Entonces decidió acercarse y lamerlo con ternura, como era su deber.
      El hombre levantó la cabeza y vio aquel rabo movedizo, aquel cargoso que venía a compadecerlo, aquel testigo. Todavía Fido jadeó satisfecho, mostrando la lengua húmeda y oscura. Después se acabó. Era viejo, era fiel, era confiado. Tres pobres razones que le impidieron asombrarse cuando el puntapié le reventó el hocico.

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A veces no queremos ver la REALIDAD, aunque esté frente a nuestros ojos.
Por ser tan dolorosa, atacamos a quien nos dice la VERDAD y para desquitarnos nuestra impotencia, herimos a los demás.
Quienes son más fieles e incondicionales, por lo general se llevan fuertes golpes.

Fuente del texto: http://bit.ly/KVOjUK
Fuente de la imagen: http://bit.ly/LxxZdV

sábado, 7 de abril de 2012

Las Cuatro Leyes de la Espiritualidad


"En la India se enseñan las: "Cuatro Leyes de la Espiritualidad"

La primera dice: "La persona que llega es la persona correcta", es decir que nadie llega a nuestras vidas por casualidad, todas las personas que nos rodean, que interactúan con nosotros, están allí por algo, para hacernos aprender y avanzar en cada situación.

La segunda ley dice: "Lo que sucede es la única cosa que podía haber sucedido". Nada, pero nada, absolutamente nada de lo que nos sucede en nuestras vidas podría haber sido de otra manera. Ni siquiera el detalle más insignificante. No existe el: "si hubiera hecho tal cosa hubiera sucedido tal otra...". No. Lo que pasó fue lo único que pudo haber pasado, y tuvo que haber sido así para que aprendamos esa lección y sigamos adelante. Todas y cada una de las situaciones que nos suceden en nuestras vidas son perfectas, aunque nuestra mente y nuestro ego se resistan y no quieran aceptarlo.

La tercera dice: "En cualquier momento que comience es el momento correcto". Todo comienza en el momento indicado, ni antes, ni después. Cuando estamos preparados para que algo nuevo empiece en nuestras vidas, es allí cuando comenzará.

Y la cuarta y última: "Cuando algo termina, termina". Simplemente así. Si algo terminó en nuestras vidas, es para nuestra evolución, por lo tanto es mejor dejarlo, seguir adelante y avanzar ya enriquecidos con esa experiencia.

Creo que no es casual que estén leyendo esto, si este texto llegó a nuestras vidas hoy; es porque estamos preparados para entender que ningún copo de nieve cae alguna vez en el lugar equivocado".

Fuente: http://bit.ly/HpJdyb

lunes, 12 de marzo de 2012

"El Dilema del Erizo"


Un grupo de puercoespines se apiñaron densamente un frío día de invierno para obtener calor y salvarse de morir congelados. Muy pronto, sin embargo, sintieron las púas recíprocas, lo que los obligó a separarse de nuevo.

Cada vez que la necesidad de calentarse los reunía, volvía a presentarse aquel otro inconveniente, por lo que siempre se veían arrastrados entre uno y otro tipo de sufrimiento, hasta que finalmente encontraron una moderada distancia entre ellos que les permitía soportar su situación.

Así, la necesidad de vivir en sociedad, nacida del vacío y de la monotonía del yo interior, atrae a los seres humanos los unos hacia los otros; pero sus numerosos rasgos desagradables y errores imperdonables vuelven a separarlos.

La distancia intermedia, que terminan por hallar y hace posibles su convivencia, viene dada por la amabilidad y las buenas costumbres. A aquel que no guarda esa distancia se le advierte en Inglaterra: Keep your distance!

Es cierto que esa distancia satisface sólo a medias la necesidad de obtener calor recíproco; pero al menos evita que se sienta el dolor de las púas. Quien disponga, sin embargo, de suficiente calor interno hará bien en mantenerse alejado de la sociedad, para así no molestar ni ser molestado.

Arthur Schopenhauer (1788-1860)
Parerga y Paralipomena, Volumen II, Capítulo 31, § 396.